Desde el comienzo de la llamada guerra contra el narcotráfico, a finales de 2006, más de 130 funciones que desempeñaba el poder civil han sido delegadas a las Fuerzas Armadas. Los militares se han convertido en policías, guardianes de puertos, aduanas, aeropuertos o grandes contratistas de obra pública, pero no han dejado de ser Ejército en dos aspectos fundamentales: el objetivo de eliminar al enemigo y la opacidad para rendir cuentas. En Culiacán, epicentro del Cártel de Sinaloa, la militarización ha seguido su marcha dos años después del ‘Culiacanazo’: el día que el crimen rindió al Ejército para liberar al hijo del Chapo Guzmán.

Texto e investigación: Silber Meza

Fue un día penoso para el glorioso Ejército nacional.

En Culiacán, la capital de Sinaloa, el epicentro del Cártel de Sinaloa, y también una de las grandes apuestas de la militarización en México, el crimen doblegó a las Fuerzas Armadas en cuestión de minutos. Lo que debió ser un operativo quirúrgico y controlado para detener con orden de extradición a Estados Unidos al narcotraficante Ovidio Guzmán López, hijo de Joaquín Guzmán Loera, alias ‘El Chapo’, acabó con el gobierno mexicano obligado a decidir entre dos opciones: liberar a uno de los criminales más perseguidos del país horas después de captuarlo en una vivienda de la ciudad o atestiguar el posible asesinato de más de 200 civiles entre los que se hallaban familias de soldados.

Aquel 17 de octubre de 2019, las bases de reacción del cártel rompieron los anillos de seguridad del Ejército en una acción sorpresiva. Las imágenes de ese día grabadas con teléfonos celulares dan cuenta de la estrategia militar fallida: sicarios con fusiles irrumpiendo en la Novena Zona Militar de la ciudad, la toma de las calles por parte de civiles armados, la retención forzada de soldados en carreteras para que no alcanzaran a auxiliar a sus compañeros en el fuego cruzado, e incluso el despojo de patrullas militares para utilizarlas como vehículos del narcotráfico.

La decisión fue liberar a Ovidio Guzmán. En una primera versión el gobierno federal afirmó que el operativo había sido fortuito y sin consenso de mandos superiores con la intención de “obtener resultados positivos”. Días después reconoció que sí había sido planeado por la Policía Ministerial Militar y la División Antidrogas de la extinta Policía Federal, ahora Guardia Nacional. El 19 de junio de 2020, ocho meses después, el presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, admitió que fue él quien dio la orden y con ello reconoció el operativo fallido que se conoció en México y en el mundo como el “Culiacanazo”.

Fue un jueves negro para la población de Culiacán, las Fuerzas Armadas y el Estado de Derecho.

“Nunca había escuchado una balacera tan grande. Me quedé en casa por horas sin poder salir”, recuerda Alfonso, un profesor jubilado que pide mantener el anonimato ante la inseguridad constante que se vive en la ciudad.

Otra de las personas que se hallaba en ese lugar fue Ernesto Martínez, un reportero que cubre seguridad para una radiodifusora local, y uno de los periodistas más informados en los sinuosos temas de violencia.

“A partir de ese momento los grupos delincuenciales se crecieron y se perdió el Estado de derecho”, valora el periodista que reportó en vivo la balacera entre militares y sicarios del Cártel de Sinaloa.

De acuerdo con los planes del gobierno estatal y federal esto nunca debió de haber sucedido, menos aún en Sinaloa, y menos aún en Culiacán, un sitio donde llevan años forjando una profunda militarización de actividades civiles con la intención de disminuir la violencia que genera el crimen.

La muestra más simbólica sucedió el 28 de noviembre de 2018, tres días antes de que López Obrador asumiera la presidencia de la República. En las mismas calles de la ciudad, donde casi un año después sucedería el “Culiacanazo”, desfilaron 3,079 militares, 15 aeronaves, 74 perros policía y más de 70 vehículos de combate. Buena parte de ellos eran elementos de la Policía Militar que se alojarían en una nueva base en Culiacán llamada El Sauz, que costó 700 millones de pesos al gobierno del Estado (unos 35 millones de dólares).

Fue un desfile de lujo: aviones surcaron los cielos, militares marcharon con perfecta sincronía, los vehículos blindados lucían invencibles, hasta salieron los hombres camuflados para operaciones selváticas.

Frente a militares de alto rango y una población que aplaudía a los uniformados ante su “gallardía militar”, el entonces gobernador de Sinaloa, Quirino Ordaz Coppel, dijo: “Que sepan que admiramos y reconocemos y valoramos mucho su trabajo; que nos sentimos muy orgullos de ustedes y que sabemos que eso nos ayudará a tener una convivencia más armoniosa y en paz”.

Pero el 17 de octubre de 2019, aquella escenografía de poderío militar se había desmontado. El Consejo Estatal de Seguridad Pública del estado dio a conocer que los militares de la base militar de El Sauz habían sido reasignados a otras actividades, como contener el flujo migratorio en el sur del país. “Ahora ya se les perdió el respeto; para ellos (los narcos) no existe esa autoridad”, advierte Martínez. Ese día, Culiacán, el laboratorio militar de México, fue la ciudad del crimen.

 

Militares por tierra, mar y aire

Desde la segunda mitad del siglo pasado las Fuerzas Armadas mexicanas han tenido presencia en los caminos del país. Según el “Inventario Nacional de lo Militarizado. Una radiografía de los procesos de militarización en México”, documento apoyado por el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), los militares fueron un actor clave en el mantenimiento del orden autoritario antes de la transición a la democracia: reprimiendo movimientos rurales y urbanos, y como negociadores formales e informales de las protecciones particulares en los niveles locales. Pero el uso de las Fuerzas Armadas de manera masiva ha sido un mecanismo utilizado desde 2006, cuando el expresidente Felipe Calderón declaró el inicio de la batalla contra las drogas.

El inventario registra más de 130 funciones y cerca de 85,000 millones de pesos (unos 4,000 millones de dólares) en presupuestos —más bienes inmuebles— que instituciones federales han delegado a las Fuerzas Armadas a través de convenios en el periodo 2007-2021.

“Actualmente, las actividades que involucran el despliegue extendido del Ejército abarcan la construcción de infraestructura pública y privada; la distribución de gasolina, libros de texto para la educación básica y fertilizantes; la vigilancia de las fronteras norte y sur; la detención e inspección de personas migrantes; el control de puertos y aduanas; e, incluso, la participación de los titulares del Ejército y la Marina en el Consejo de Ciencia y Tecnología”, se lee en el documento.

Las Fuerzas Armadas en México tienen la autorización para realizar detenciones, incautar bienes, preservar el lugar de los hechos delictivos e inspeccionar la entrada y salida de personas del país. Cuentan con una Guardia Nacional que eliminó a la Policía Federal y que permanece militarizada en sus elementos y sus mandos, a pesar de que se prometió de carácter civil. A la Secretaría de Marina se le dio el encargo de la administración de puertos. Y se colocó a un militar como el titular de la Agencia Federal de Aviación Civil.

Además, durante la pandemia el Ejército se encargó de distribuir, custodiar y aplicar la vacuna contra la Covid-19, así como resguardar decenas de instalaciones, entre ellas hospitales y almacenes, para proteger a los profesionales de la salud de posibles agresiones. La Secretaría de la Defensa Nacional lanzó convocatorias para contratar especialistas de la salud, médicos y enfermeras, una función que, de origen, corresponde a la Secretaría de Salud.

López Obrador también les ha encargado a los soldados la construcción y administración de tres tramos del Tren Maya y del Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles de Santa Lucía, y los ha puesto al frente de los aeropuertos de Chetumal, Palenque y Tulum.

Si bien el proceso de militarización masivo inició en 2006 con el expresidente Felipe Calderón (PAN) y continuó con Enrique Peña Nieto (PRI), el reforzamiento de la militarización del país se vive con el presidente Andrés Manuel López Obrador (Morena): es decir, el traslado de actividades y recursos económicos de civiles a militares. El poder castrense ha sobrepasado a partidos e ideologías políticas.

“Los militares están entrenados para eliminar a un enemigo”, dice Catalina Pérez Correa, coautora del “Inventario Nacional de lo Militarizado”, sobre las violaciones a los derechos humanos derivadas de la intervención de militares en funciones civiles. “Los soldados están haciendo lo que les toca hacer, quienes están mal son los civiles por ponerlos en esa posición”.

El Ejército está cada vez más presente en la vida cotidiana de los mexicanos, pero no ha dejado de ser Ejército en algo fundamental: la opacidad de un cuerpo de seguridad nacional. Por ejemplo, no acata las resoluciones del Instituto Nacional de Transparencia.

“Esto se ha utilizado en estas instituciones para no dar información, no conocemos los contratos de obras públicas, los destinos de bienes públicos”, expone la académica.

La ampliación de la militarización de la cosa pública parte de la idea de que los militares son menos corruptos que los civiles, sin embargo, la opacidad castrense incrementa los riesgos de corrupción. Para Pérez Correa los gobiernos civiles usan a los militares para tapar de manera fácil sus deficiencias estructurales, y si hay errores los costos no son para los políticos, sino para las Fuerzas Armadas: “Es mucho más fácil decir: ‘yo no me voy a ocupar de eso, que vengan los militares y lo hagan’”.

Las Fuerzas Armadas, por su parte, aprovechan los presupuestos civiles para mejorar la viabilidad económica de su estructura, como los servicios de salud y vivienda. Lo que es más grave aún, explica Pérez Correa, es que se permita que obtengan dinero directamente sin necesidad de una aprobación Legislativa, como sucederá con los tres tramos del Tren Maya y con el Aeropuerto Felipe Ángeles de Santa Lucía.

“Al final del día el presupuesto es poder”, dice la académica. “El poder del Ejército es tal que es muy difícil decir que hay una subordinación de lo militar al poder civil”.

 

Más Ejército después del ‘Culiacanazo’

Cuando Quino Ordaz Coppel llegó a la gubernatura de Sinaloa en 2017, encontró policías desarticuladas y optó por militarizar la seguridad pública: maniobró para colocar a un militar al mando de la mayoría de las policías de los 18 municipios del estado, nombró a un militar como Secretario de Seguridad estatal, a otro como subsecretario, y a otro más como director de la Policía Estatal Preventiva.

El gobierno estatal gastó cientos de millones de pesos en la base militar El Sauz, en drones operados por la Secretaría de Marina —más tarde donados a esta institución— en vehículos y comunicaciones para dar seguridad a la ciudadanía. El resultado es poco convincente: disminuyeron los asesinatos pero aumentaron los desaparecidos. En 2017 se registraron poco más de 800 desaparecidos, mientras que en 2019 superaron los 1,200, según reporta la Revista Espejo. La Fiscalía de Sinaloa informa que en el mismo periodo se registraron 1,564 homicidios dolosos en 2017, mientras que en 2019 descendieron a 936.

Alejandro Sicairos, un avezado periodista de Sinaloa, menciona que la militarización de mandos en las policías civiles parece más una concesión a los militares de alto rango del Ejército que una determinación para mejorar la seguridad.

“Ya tuvimos casi cinco años calando este modelo de mandos militares en las policías y no hemos visto ningún cambio notable en resultados”, comenta.

La presencia de tanto militar en el gobierno, analiza Sicairos, es parte de una estrategia federal y local para ganar el apoyo de los militares y garantizar la estabilidad política y gubernamental a cambio de puestos y presupuestos públicos, sin embargo, se corren riesgos muy altos.

“Los militares, una vez que se deciden, así reciban todos los privilegios del gobierno, se sublevan y toman decisiones propias”, alerta.

Pero la apuesta por la militarización del estado, ubicado como cuna de cárteles del país, se mantiene: el nuevo gobernador de Sinaloa, Rubén Rocha Moya, ratificó al secretario de Seguridad Pública de Quirino Ordaz Coppel, el teniente coronel Cristobal Castañeda Camarillo, porque la Defensa Nacional se lo solicitó al nuevo gobernante. Fue el único funcionario que repitió en el gabinete con el cambio de gobierno del PRI a Morena.

Ricardo Jenny del Rincón, excoordinador general del Consejo Estatal de Seguridad Pública, un organismo ciudadanizado que trabaja legalmente en sinergia con las autoridades de seguridad gubernamentales, afirma que en Sinaloa se solicitó la presencia de militares en prácticamente todas las áreas policiacas porque el gobierno de Ordaz Coppel halló instituciones débiles, desarticuladas y con contratos ventajosos para los particulares, además de que tenía una relación de amistad muy estrecha con el exsecretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos Zepeda.

Para Del Rincón, que renunció a su cargo esta semana, la policía estatal sí ha tenido una mejora en capacidad de fuerza, comunicación y administración desde que llegaron los militares a su dirección, pero reconoce que ya tienen que dar paso a los civiles porque sabe que los soldados están entrenados para la seguridad nacional, para la guerra, para el combate al narcotráfico y para la ayuda en desastres naturales, no para la seguridad pública.

A diferencia de los policías civiles, sostiene, los soldados no están listos para la prevención del robo a casas, de vehículos, de violencia familiar, del secuestro, de agresiones, de violación, de feminicidio.

“Nosotros hemos dicho que se debe aprovechar lo positivo que nos han dejado estos militares al frente de las instituciones, pero ellos mismos tienen que generar una salida gradual e inteligente de los militares y transitar hacia los mandos civiles”, explica.

Pero la salida no ha sucedido, y a pesar de los pocos resultados en seguridad y el sentimiento de desamparo que generó el “Culiacanazo”, el pacto militar se ha renovado y reforzado.

Cuna de carteles, tierra de militares

Sinaloa se ha convertido en un laboratorio de la militarización de norte a sur: se tienen proyectados ocho cuarteles de la Guardia Nacional.  Uno de ellos está en la ciudad de Guamúchil, sobre la carretera principal que atraviesa el municipio de Salvador Alvarado. Lo construyeron justo frente a la base de combustibles de Petróleos Mexicanos. Es un lugar con altas paredes de bloques blancos con gris y un alambrado de púas en el filo superior. A simple vista parece una prisión. Es imposible pasar por el lugar sin sentirse observado por los elementos de la Guardia Nacional que vigilan la carretera y la entrada del cuartel desde una torre de concreto.

Una trabajadora de la gasera que se ubica a un costado del cuartel de la Guardia Nacional comentó, bajo condición de anonimato, que en el sitio sí hay cientos de elementos militares e incluso viviendas. El lugar le provoca una doble sensación: se siente más segura porque desaparecieron los “halcones” del narcotráfico que merodeaban la zona, pero teme que cualquier día se quede en medio de un enfrentamiento.

“No se sabe qué pueda pasar”, dice.

Los militares han construido cuatro Bancos del Bienestar en los municipios serranos de Mocorito y Badiraguato, en este último utilizaron un pedazo del terreno de la zona militar que tienen en la cabecera municipal para edificarlo. Una señora que vive enfrente menciona que el banco lo terminaron de construir hace más de cuatro meses, pero como no funciona ni tiene cajeros, no ha podido cobrar su pensión de adulta mayor a través de tarjeta.

“Pura gente de fuera estuvo trabajando allí”, añade la señora que es citada por el gobierno cada bimestre para recibir su pensión en efectivo.

En Mazatlán, la Secretaría de Marina controla la Administración Portuaria Integral (API) y las Islas Marías, un expresidio que se está convirtiendo en zona turística y que, aunque pertenece al estado vecino de Nayarit, tiene esta ciudad costera de Sinaloa como puerto de partida.

El 25 de octubre del 2021 el gobierno estatal le encargó construir a la Secretaría de Marina la ampliación de una vialidad “en la que se invertirán alrededor de 200 millones de pesos en sus casi dos kilómetros de longitud”. De fondo se veían cuatro retroexcavadoras esperando que se diera el banderazo de salida. El gobernador Quirino Ordaz, el alcalde de Mazatlán y el entonces gobernador electo, Rubén Rocha, no faltaron a la cita. 

“La avenida Delfín medirá 1,803 metros de longitud y constará de seis carriles, una ciclovía, un puente de 21 metros, y su construcción partirá desde la avenida Atlántico y conectará hasta la colonia Chulavista, convirtiéndose en una vía de acceso que no existía para este sector hacia la zona de la Marina”, se lee en el comunicado oficial del gobierno de Sinaloa, donde se subrayó la asistencia y beneplácito de Rocha, el nuevo gobernador.

Esta noticia preocupa a grupos civiles que se dedican a fomentar la transparencia en Sinaloa, como el Observatorio Ciudadano de Mazatlán. Su director, Gustavo Rojo, alerta que el principal problema con los militares es que son sumamente opacos en sus procesos de contratación.

“No recuerdo en la historia reciente de Mazatlán que una obra se haya realizado por las Fuerzas Armadas, como en este caso. La transparencia es la que nos preocupa porque sabemos que cuando son civiles tenemos derecho al acceso a la información, pero cuando son militares lo manejan erróneamente como información de seguridad nacional”, critica Rojo desde el puerto turístico que vive una época de oro ante el creciente turismo e inversión pública y privada. 

El activista explica que la obra es importante en recursos, poco más de nueve millones de dólares, pero más importante en su trazo, ya que pasará por una de las zonas más caras de Mazatlán: la Marina. 

“La preocupación que yo tengo es que de aquí para adelante todas las obras las militaricen”, concluye.

En Culiacán los soldados tienen cuarteles de la Guardia Nacional, operan viveros, construyeron la base militar de El Sauz con capacidad para más de 3 mil elementos y sus familias, e incluso ahora con la pandemia de la Covid-19 operan de forma intermitente el Hospital General de Culiacán que originalmente se planeó para civiles.

En la ciudad del “Culiacanazo”, el lugar donde se dio la mayor derrota del Ejército nacional durante el gobierno de López Obrador, la apuesta por la militarización continúa. Cambió el gobernador, cambió el partido en el poder e incluso cambió la forma en que el crimen se relaciona con la sociedad de Sinaloa, lo único que no cambió fue la creciente influencia militar en el gobierno civil. Esa marcha continúa a paso redoblado.

Este reportaje forma parte de AQUÍ MANDO YO, un proyecto transmedia de Dromómanos en colaboración con diversos medios de comunicación latinoamericanos, entre ellos El Universal. Visita el micrositio para ver todo el proyecto y entender el autoritarismo en América Latina.