Con las protestas del 2018 en Nicaragua quedó claro que Daniel Ortega no teme agredir y silenciar a quien se le oponga. En la pandemia, despidió a los médicos que denunciaban más controles frente al virus. Para las elecciones, creó leyes para encarcelar a sus opositores. Los comicios sin competencia de este 7 de noviembre fueron la última muestra de que, para permanecer en el poder, la pareja presidencial es capaz de crear su propia realidad.
Texto e investigación: Wilfredo Miranda Foto de portada: Divergentes
Pasaron poco más de tres meses desde que Carlos Quant empezó a criticar al gobierno por su ineficaz manejo de la pandemia hasta que fue expulsado a empujones del Hospital Manolo Morales por los guardias de seguridad. El infectólogo, con más de veinte años de carrera en el sistema de salud público, fue de los primeros en denunciar la gravedad de la covid-19 y la negligencia oficial mostrada desde marzo de 2020. Sus afirmaciones se basaban en lo visto en los dos hospitales que trabajaba y reportes de sus colegas. Sin embargo, sus críticas no cayeron en gracia al presidente Daniel Ortega y su vicepresidenta ―y esposa― Rosario Murillo. Aquel día de junio, cuando Quant pidió explicaciones de su salida, la dirección del hospital le entregó una carta de despido por “ausencia laboral” y no le dieron tiempo ni de recoger sus pertenencias.
Esto sucedió durante el primer brote de covid-19, cuando los hospitales públicos y privados estaban repletos de infectados. De la morgue del Hospital Alemán Nicaragüense se filtraron fotos y videos con grandes grupos de cadáveres; en las calles los ciudadanos emprendían búsquedas de tanques de oxígeno tan desesperadas como infructuosas; en los cementerios se veía marchar desfiles de ataúdes de día y de noche.
Para mayo, al menos 700 médicos publicaron y firmaron cartas públicas demandando al gobierno mayor acción frente a la pandemia. La vocera del gobierno, Rosario Murillo, luego declararía que estos médicos eran “terroristas de la salud” y “terroristas pandémicos”. Muchos de ellos, al igual que Quant, se quedaron sin trabajo en el servicio público.
“Más de una docena de especialistas fuimos despedidos por criticar la negligencia oficial, mientras otros fueron obligados a cambiar el diagnóstico de covid-19 por otras causas”, recuerda Carlos Quant. El infectólogo —de los pocos especialistas en ese ramo en Nicaragua— denunció negligencias del Ministerio de Salud (Minsa), como la de no dotar equipos de protección al personal sanitario bajo la idea de que “causaban alarma en la población”. Además, alertó sobre la centralización y escasez de pruebas para seguir el rastro del virus: al inicio, el Minsa sólo realizaba 50 pruebas PCR al día para un país de seis millones de habitantes. A ese ritmo, les hubiera tomado más de tres siglos hacer pruebas covid a todos los nicaragüenses.
El gobierno, además de incapaz de tomar acciones contra el virus, desde un inicio alentó a ignorar el problema. La vicepresidenta Murillo no cerró fronteras ni colegios, pero convocó a las playas, conciertos, misas campales, festivales, maratones, y hasta a una marcha en marzo encabezada por el personal sanitario que cargaba carteles donde se leía: “Amor en tiempos del covid-19”.
El mundo sin coronavirus de Ortega y Murillo empezó a desbaratarse en abril, cuando convocaron a 800 actividades masivas de verano sin medidas de protección y los contagios se dispararon. No había forma de ocultar las cifras. Entre mayo y finales de julio, el Observatorio Ciudadano de covid-19 (entidad independiente conformada por profesionales de la salud y voluntarios de la sociedad civil), registró 8,793 contagios y 2,512 muertes. En contraste, Minsa admitió para el mismo período 3,658 contagios y 112 muertes.
La diferencia entre las cifras oficiales y lo que se veía en los hospitales era tan obvia que medios y organismos internacionales, como la Organización Panamericana de la Salud (OPS), tomaron como fuente oficial al Observatorio. Aquí el trabajo continúa para los médicos, cuya persecución recuerda la de hace tres años, cuando también los hostigaron por hacer su trabajo.
Nicaragua fue un polvorín el 2018. Una jornada de protestas inéditas arrinconó al gobierno por la indignación ante unas fallidas reformas a la seguridad social. La solución de Ortega y Murillo fue la represión letal realizada por policías y grupos paramilitares. De acuerdo a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), al menos 325 personas fueron asesinadas. Los médicos que atendieron a los heridos de las protestas fueron despedidos y muchos salieron al exilio. En septiembre de ese año, el gobierno ilegalizó todas las manifestaciones ciudadanas, instaló un estado policial y una persecución judicial que envió a la cárcel a más de mil ciudadanos, considerados presos políticos.
La pandemia llegó al país en medio de esta grave crisis de derechos humanos y persecución política contra opositores, activistas, periodistas, médicos y todo aquel que criticara a la pareja presidencial. La imposición de la autoridad hace tres años fue un aviso sobre cómo actuaría el gobierno ante el coronavirus. La crisis sanitaria adquirió otra dimensión: la de una pandemia bajo un régimen autoritario que no cree en la covid-19 y no tolera la crítica. En el horizonte del segundo año de pandemia, además, estaban las elecciones presidenciales en las que Ortega aspiraba a su quinto mandato, el tercero consecutivo, para extenderse un cuarto de siglo en el poder.
Daniel Ortega y Rosario Murillo, presidente y vicepresidenta de Nicaragua. Foto: Divergentes
Elecciones sin oposición
Para Ortega y Murillo, la covid-19 fue un pretexto más para radicalizar su postura de acallar y perseguir a una oposición que trataba de organizarse y exigir condiciones mínimas para enfrentarlos en las elecciones del 2021.
La campaña ofensiva del gobierno comenzó en agosto de 2020, cuando el grupo de hackers, “Anonymous”, reveló que el Minsa conocía la transmisión de la covid-19 desde mayo. Hasta el día de hoy lo sigue negando. Tanto médicos como medios de comunicación, analizaron los datos y concluyeron que el Minsa falseó actas de defunción de los pacientes positivos para mantener baja tasa de mortalidad.
Semanas después de la filtración, la Asamblea Nacional ―controlada por el oficialismo― comenzó a discutir la “Ley de Ciberdelitos”, que entre otras medidas de censura, imponía una pena de prisión de ocho años a quienes filtren información pública. Fue aprobada a finales de octubre, al mismo tiempo que el gobierno aprobaba otra serie de leyes para perseguir a sus críticos como la Ley de Agentes Extranjeros, que criminaliza el financiamiento proveniente de la cooperación internacional; la Ley de Cadena Perpetua, contra crímenes de odio que el gobierno atribuye a opositores; y la “Ley del Pueblo”, que anula la competencia política, pensada para las elecciones. El cóctel legislativo funcionó: en las elecciones del 7 de noviembre las opciones de los nicaragüenses, que según varios sondeos independientes rechazaban en masa al gobierno, fueron a votar por Ortega o no votar.
Desde junio de este año, el gobierno ha arrestado y procesado con la “Ley del Pueblo” a 37 líderes opositores, entre ellos siete precandidatos presidenciales. De acuerdo a la ley, estos son “traidores a la patria”. El gobierno también invocó un caso de lavado de dinero contra Cristiana Chamorro, la precandidata más popular según encuestas. Por si fuera poco, los familiares de los precandidatos presidenciales presos han denunciado torturas de los policías en la cárcel de El Chipote.
La embestida represiva alcanzó a los periodistas y médicos, quienes fueron amenazados desde la Fiscalía y el Minsa con la aplicación de la “Ley de Ciberdelitos”. A los doctores, el Minsa los citó de emergencia el pasado julio para decirles que, si seguían advirtiendo a la población a través de redes sociales y medios de comunicación sobre el nuevo rebrote de covid-19, no sólo serán procesados por “Ciberdelitos”, también les cancelarán sus licencias profesionales.
Carlos Quant fue citado por el Minsa el mismo día que su colega urólogo Jorge Luis Borgen. Ambos forman parte de la Unidad Médica Nicaragüense y del Comité Científico Disciplinario, instancias que ante la falta de datos oficiales sobre la pandemia, fueron tomados como referentes por la OPS. Menos de una semana después que los especialistas fueron citados, el Parlamento sandinista canceló la personería jurídica de 15 oenegés médicas. Fue una consecución de actos persecutorios: una hora después de la votación de los diputados, la policía allanó las instalaciones de la Asociación Centro de Estudios y Promoción Social (CEPS), fundada por el epidemiólogo Leonel Argüello hace más de treinta años. Argüello es una de las principales voces médicas para alertar sobre la pandemia y demandar mejor gestión oficial.
“Brindar declaraciones y hacer proyección estadística sobre un problema de salud pública no es delito”, criticó el urólogo Borgen. “El papel de los médicos es llamar la atención de la población, pero también de las autoridades del gobierno cuando se presenta un problema como la pandemia de la covid-19. Nuestro papel es exhortar a las autoridades a que hagan algo para que las cosas mejoren”.
Los doctores sólo hacen su trabajo, pero al igual que los opositores, miembros de sociedad civil y periodistas, han tenido que autocensurarse, esconderse o exiliarse por temor a ser apresados con las nuevas leyes. “Es una persecución sin precedentes contra la ciencia. Los médicos no queremos dar un golpe de Estado como dice el gobierno, sino corregir el mal manejo en la pandemia y en otros temas de salud que afectan a la población. Ese es el quehacer médico”, sostuvo Borgen.
El infectólogo Carlos Quant no ocultó su sorpresa cuando el Consejo Supremo Electoral (CSE) anunció el pasado 12 de agosto acortar la campaña electoral a 40 días. Quant y sus colegas médicos encontraban irónico que el Poder Electoral mostrara preocupación por el virus, cuando el gobierno seguía promoviendo aglomeraciones masivas.
Pero para las celebraciones por Fiestas Patrias del 14, 15 y 16 de septiembre, la vicepresidenta Murillo alentó el turismo, las reuniones y exoneró el impuesto del valor agregado a establecimientos de alimentos, bebidas y hospedaje. Los conciertos y actividades convocadas por la primera dama estuvieron a reventar. A los trabajadores públicos les otorgó nueve días libres por los 200 años de independencia de Nicaragua. «Son merecidas vacaciones bicentenarias en esta semana, una semana de dignidad bicentenaria (…) para celebrar en grande», dijo Murillo. Incluso ordenó a colegios públicos realizar desfiles musicales en la mayoría de barrios y ciudades del país, costumbre para estas fechas. El resultado apareció semanas después: Nicaragua atravesó el peor brote de covid-19 a finales de agosto e inicios de setiembre, según el Observatorio Ciudadano. Incluso peor que el del 2020.
Casi dos meses después, la ola de contagios está disminuyendo, según las últimas cifras del observatorio, pero los nicaragüenses siguen viviendo las consecuencias de un virus que no tuvo la atención necesaria del gobierno. Cuando llegaron las elecciones del 7 de noviembre, los entierros, los hospitales colapsados, y la escasez de oxígeno seguían siendo una preocupación para una ciudadanía que ha convertido las redes sociales en un obituario virtual masivo. La oposición política, periodistas y médicos habían sido procesados, encarcelados o exiliados. Pero, una vez más, Nicaragua no iba a estropear a Ortega y Murillo la fecha señalada para sellar su permanencia en el poder de Nicaragua.
La pareja presidencial consolidó finalmente un régimen de partido único por medio de unas votaciones sin elección que ganaron con el 75% de los votos, según el cuestionado Consejo Supremo Electoral. Eso no fue una sorpresa. Lo que más llamó la atención fue el histórico porcentaje de abstención que registró la organización Urnas Abiertas: 81.2%.
La jornada electoral fue desértica y los miembros del partido sandinista recurrieron a la coacción y la intimidación para “acarrear” a ciudadanos a los centros de votación. Cuando ni la propaganda oficial pudo ocultar la baja participación, los funcionarios del partido lo atribuyeron a la pandemia de covid-19, la misma que supuestamente no afectaba al país cuando miles de personas morían por esta enfermedad en todo el mundo. Ortega y Murillo celebraron sin importar que al menos 40 países desconocieron los resultados electorales. El presidente los ignoró, pero en su discurso de victoria se acordó de los opositores silenciados y les dijo: “Hijos de perra yankis”. La pareja presidencial continúa gobernando su país, donde no existe ni la covid-19, ni la oposición, ni la ciencia, ni elecciones democráticas.
Este reportaje forma parte de AQUÍ MANDO YO, un proyecto transmedia de Dromómanos en colaboración con diversos medios de comunicación latinoamericanos, entre ellos Divergentes. Visita el micrositio para ver todo el proyecto y entender el autoritarismo en América Latina.